Todos, jóvenes y menos jóvenes, usamos móviles, ordenadores, televisión… a diario. Las redes sociales, Whatsapp o las múltiples plataformas de streaming crean nuevas formas de relacionarnos, entretenernos, comunicarnos o mostrarnos ante los demás. Pero no todo son beneficios, existe también otro impacto de las pantallas en la salud y bienestar de sus usuarios que debemos conocer.
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La tecnología es progreso
Los avances tecnológicos son muestra de progreso, siendo el resultado de años de investigación. Y bien utilizados, desde la madurez, nos ayudan a trabajar de forma más eficaz, nos simplifican algunas tareas, estimulan la creatividad y la innovación, facilitan la comunicación, nos permiten el acceso a múltiples fuentes de conocimiento…

Pero no podemos dar la espalda a la realidad. Esta nueva manera de comunicarnos y relacionarnos está acarreando unos efectos sumamente perjudiciales: sobreestimulación, delitos cibernéticos, adicciones y un alto impacto en la salud mental y en el autoconcepto y autoestima de jóvenes y no tan jóvenes.
“La tecnología es fabulosa cuando la usa una mente preparada para hacerlo”
Catherine l’Ecuyer
Efectos secundarios del mal uso de la tecnología
Todos estos efectos “secundarios” de las nuevas tecnologías son el resultado de un uso inadecuado.
La falta de madurez y de criterio implica que los dispositivos sean utilizados por los niños y adolescentes como si fueran juguetes para entretener, y es que la exposición a las mismas cada vez se realiza a una edad más temprana (la edad media en la que se regala el primer móvil son los 10 años).



Es importante tener en cuenta que el uso excesivo de las nuevas tecnologías impacta en la estructura de su cerebro y lo reconfigura, incrementando, fijando y consolidando las conexiones porque son las que considera más relevantes y, sobre todo, útiles (útiles para relacionarse, socializar, obtener reconocimiento y aprobación, etc.).
Tecnología diseñada para ser adictiva
Otro dato a tener en cuenta, y que no debemos olvidar, es que las redes sociales y aplicaciones de mensajería están creadas para ser “adictivas”. Un reciente estudio realizado por la Universidad de California (UCLA), The Power of the Like in Adolescence: Effects of Peer Influence on Neural and Behavioral Responses to Social Media, concluye que existen determinados circuitos neuronales, en adolescentes sobre todo, que se activan ante un “like”.
Cada vez que recibimos reconocimiento a través de un “me gusta” nuestro cerebro genera dopamina, lo que aporta una placentera sensación de recompensa. Este mismo mecanismo es el que se activa cuando se consumen drogas.
Tecnología para comunicar
Otro aspecto importante, es el cómo están afectando a la forma de comunicarnos. Actualmente, las aplicaciones de mensajería (Whattsapp, Telegram, Signal o Messenger) y las redes sociales (TikTok, Instagram…) son las principales vías de comunicación entre los jóvenes, por la inmediatez que suponen. No nos es ajena la imagen de un grupo de jóvenes en una cafetería o un parque, juntos, cada uno con su móvil, chateando, sin mirarse a los ojos.
Y es que comunicarnos vía Whatsapp es antinatural: los humanos nos comunicamos mediante un ensamblaje perfecto de lenguaje verbal y no verbal (este último es universal, ya que nos permite comunicarnos con todo tipo de personas, independientemente de su origen).
Normalmente, nuestro cuerpo acompaña el mensaje oral que emitimos. Entonces, cuando hablamos con alguien, nuestro cerebro, de forma inmediata, busca la coherencia entre el mensaje verbal y el no verbal para poder descifrar el mensaje y así poder elaborar una respuesta adecuada.
Y es que comunicar pasa por mirarnos a los ojos, captar el tono y el volumen de la voz, estar atentos a la gestualidad, a la sonrisa… comunicar implica crear vínculos personales, exponernos, entregar una parte de nosotros.



Y entonces, ¿qué pasa cuando pretendemos comunicarnos casi exclusivamente por este Whattsapp? Pues que irremediablemente, perdemos gran parte de la información pese a que intentemos sustituirla por emoticonos. Perdemos el lenguaje no verbal, el contacto visual, el contacto físico… y sobre todo, evitamos afrontar la realidad parapetándonos tras una pantalla.
Y no solo hablamos de prácticas de los más jóvenes. Cada vez hay más adultos que dejan a una pareja, discuten con un amigo o flirtean, escondiéndose tras una pantalla. Porque es más rápido decirle a un compañero por Whatsapp, que ante un café, que no nos ha gustado su actitud. Porque así “duele menos”, es “más fácil” y más rápido.
Los emoticonos y el lenguaje emocional
Es urgente trabajar nuestra comunicación y lenguaje emocional: aprender a reconocer nuestras emociones, a verbalizarlas y aprender a gestionarlas. Es importante perder el miedo a “sentir de frente”, a emocionarnos y expresarnos sin emoticonos que transmitan por nosotros lo que sentimos en un momento de enfado, decepción, pérdida, alegría u orgullo.
Porque un mismo emoticono puede representar un enorme abanico de emociones, pero no es lo mismo estar triste, a estar decepcionado, frustrado o a sentirse impotente.



Y es que el lenguaje emocional es sumamente sofisticado y no podemos ser tan simplistas como para reducir tal cantidad de emociones a un solo emoticono.
Aprender para enseñar, como siempre se ha hecho
Además, cada persona siente de una manera diferente, en función de su biología, su entorno y sus experiencias. No podemos reducir nuestro mundo afectivo y emocional a un emoticono, porque esto supone empobrecer nuestro mundo interior, nuestras relaciones… implica banalizar nuestras vivencias.
Las nuevas tecnologías han llegado para quedarse. Aprendamos y enseñemos a nuestros jóvenes cómo hacer un buen uso de ellas (primero con el ejemplo), al igual que hicieron nuestros antepasados con otros avances a lo largo de la historia.
Y aprender a usarlas pasa por educar a nivel emocional, pasa por ser conscientes que, tras una pantalla siempre hay una persona que siente y padece.